martes, 19 de marzo de 2013

“Más vale estar solo que mal acompañado”

A partir de esta expresión, la sabiduría popular nos invita a reflexionar sobre las relaciones interpersonales. En este caso quisiera aplicarla, puntualmente, a las relaciones de pareja. Este dicho nos aconseja, claramente, que es preferible la soledad a una compañía que nos brinde la contención que necesitamos en nuestra vida.
En muchas relaciones de pareja, uno podrá observar que no hay reciprocidad en el afecto, o que las diferencias de preferencias e incluso de personalidad, son tal que implican un costo muy alto para el sostenimiento de la relación. Desde afuera uno se podrá preguntar, entonces, qué es lo que lo lleva a soportar tal costo, con incluso humillaciones, desplantes y hasta agresiones (no siempre físicas).
Obviamente, que en este tema, como en tantos otros, no es bueno generalizar. Pero, si lo pensamos desde esta expresión, para que uno pueda tomar la decisión de “estar solo”, necesitaría, previamente, enfrentar lo que implica la soledad.
No es solamente el hecho de estar solo. Muchas veces uno puede, incluso estando acompañado, sentir una profunda sensación de soledad. Enfrentar la soledad implica necesariamente enfrentarse con uno mismo. Implica conocer sus virtudes, pero también sus defectos, aquellas miserias y aspectos más oscuros de nuestra personalidad. Enfrentar cierto nivel de angustia que puede asociarse con ciertas pérdidas vividas y poder superarlo. Poder reconocer estos aspectos y, fundamentalmente, aceptar aquellas cosas de nuestra propia vida, incluso de nuestra propia historia que no nos permiten estar bien con nosotros mismos.
Aquel que no pueda enfrentar esta soledad, seguramente, aceptará estar “mal acompañado” con todo lo que esto implica. El hecho de aceptar una compañía que no nos brinde precisamente todo eso que necesitamos, pero que nos dé una seudosensación de tener alguien que nos ayude o que nos apoya, a la larga lo que hace es generarnos una angustia mayor.
Pero claro, tenemos el consuelo de estar con otro que está cerca, disimula la sensación de soledad. La presencia de esta persona puede ocultar muchos aspectos que la soledad pone en evidencia. El sostenimiento de la relación se asume precisamente para no estar solo, hasta que la relación comienza a desgastarse y entra en un círculo peligroso: no puede estar sin el otro pero tampoco puedo estar con él.
Para que una pareja alcance el amor maduro, no basta con el amor, es necesario que cada uno aporte a la relación su propia madurez y su compromiso. El miedo a la soledad nunca es buen consejero. Por el contrario, se puede generar una relación de suma dependencia en donde es difícil que se alcance la madurez del amor a pesar el sentimiento que los una.
El amor maduro no se da ‘porque sí’: “se construye entre dos personas afines y maduras que se conocen y se aceptan como son. Se afianza con el servicio, con el constante deseo de darse sin condiciones, y crece permitiéndole a ambos independencia, libertad, autonomía”.[1] Si cada uno aporta seguridad, confianza, respeto y la pareja se retroalimenta en la comunicación y la ayuda mutua, el logro de la madurez se dará naturalmente. Si la pareja busca la madurez, alcanzará la felicidad.
Si, por el contrario, lo que cada uno aporta es miedo a la soledad e inseguridad, el resultado será una relación de dependencia, que se alejará cada vez más de la felicidad. Por lo tanto, cabe la reflexión final: ¿Es preferible estar mal acompañados para evitar estar solo?  


[1] SÁNCHEZ, CARLOS CUAUHTÉMOC. Juventud en Éxtasis. Ediciones Selectas Diamante. 1994. Pág. 88.