A partir de
esta expresión, la sabiduría popular nos invita a reflexionar sobre las
relaciones interpersonales. En este caso quisiera aplicarla, puntualmente, a
las relaciones de pareja. Este dicho nos aconseja, claramente, que es
preferible la soledad a una compañía que nos brinde la contención que
necesitamos en nuestra vida.
En muchas
relaciones de pareja, uno podrá observar que no hay reciprocidad en el afecto,
o que las diferencias de preferencias e incluso de personalidad, son tal que
implican un costo muy alto para el sostenimiento de la relación. Desde afuera
uno se podrá preguntar, entonces, qué es lo que lo lleva a soportar tal costo,
con incluso humillaciones, desplantes y hasta agresiones (no siempre físicas).
Obviamente, que
en este tema, como en tantos otros, no es bueno generalizar. Pero, si lo
pensamos desde esta expresión, para que uno pueda tomar la decisión de “estar
solo”, necesitaría, previamente, enfrentar lo que implica la soledad.
No es solamente
el hecho de estar solo. Muchas veces uno puede, incluso estando acompañado,
sentir una profunda sensación de soledad. Enfrentar la soledad implica
necesariamente enfrentarse con uno mismo. Implica conocer sus virtudes, pero
también sus defectos, aquellas miserias y aspectos más oscuros de nuestra
personalidad. Enfrentar cierto nivel de angustia que puede asociarse con
ciertas pérdidas vividas y poder superarlo. Poder reconocer estos aspectos y,
fundamentalmente, aceptar aquellas cosas de nuestra propia vida, incluso de
nuestra propia historia que no nos permiten estar bien con nosotros mismos.
Aquel que no
pueda enfrentar esta soledad, seguramente, aceptará estar “mal acompañado” con
todo lo que esto implica. El hecho de aceptar una compañía que no nos brinde
precisamente todo eso que necesitamos, pero que nos dé una seudosensación de
tener alguien que nos ayude o que nos apoya, a la larga lo que hace es
generarnos una angustia mayor.
Pero claro,
tenemos el consuelo de estar con otro que está cerca, disimula la sensación de
soledad. La presencia de esta persona puede ocultar muchos aspectos que la
soledad pone en evidencia. El sostenimiento de la relación se asume
precisamente para no estar solo, hasta que la relación comienza a desgastarse y
entra en un círculo peligroso: no puede estar sin el otro pero tampoco
puedo estar con él.
Para que una
pareja alcance el amor maduro, no basta con el amor, es necesario que cada uno
aporte a la relación su propia madurez y su compromiso. El miedo a la soledad
nunca es buen consejero. Por el contrario, se puede generar una relación de
suma dependencia en donde es difícil que se alcance la madurez del amor a pesar
el sentimiento que los una.
El amor maduro
no se da ‘porque sí’: “se construye entre dos personas afines y maduras que se
conocen y se aceptan como son. Se afianza con el servicio, con el constante
deseo de darse sin condiciones, y crece permitiéndole a ambos independencia,
libertad, autonomía”.[1]
Si cada uno aporta seguridad, confianza, respeto y la pareja se retroalimenta
en la comunicación y la ayuda mutua, el logro de la madurez se dará
naturalmente. Si la pareja busca la madurez, alcanzará la felicidad.
Si, por el
contrario, lo que cada uno aporta es miedo a la soledad e inseguridad, el
resultado será una relación de dependencia, que se alejará cada vez más de la
felicidad. Por lo tanto, cabe la reflexión final: ¿Es preferible estar mal
acompañados para evitar estar solo?
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