domingo, 15 de mayo de 2011

Prólogo de Walter Bonillo

Nunca fue fácil educar a los hijos. Nunca fue fácil educar. El mismo término se nos presenta complejo. Por un lado proviene, en su raíz latina, de educare, que refiere a la idea de amamantar, de ‘nutrir la vida’. En este sentido, educar indica lo que les proponemos a nuestros hijos, lo que realizamos por ellos. La raíz griega, por otro lado, remite a la expresión educere, que alude a un ‘hacer surgir’, un ‘conducir desde el sí mismo’. En este caso, educar pretende alcanzar el desarrollo pleno del ser en sus características propias.
Es posible enlazar con facilidad ambos sentidos. Nutrimos una vida para que se desarrolle en sus propias características, amamantamos una vida nueva y distinta y lo que surge necesita ser amamantado para madurar plenamente. Sin embargo, es interesante detenerse a observar que de todos modos existe una leve tensión entre los dos polos: por un lado, lo que se le propone a nuestros hijos desde la sociedad y la cultura y, por otro, el espacio de su desarrollo personal, que implica cierta ruptura y novedad respecto de lo dado.
Educar a nuestros hijos supone ejercer ese fino arbitraje entre los polos mencionados. Nos exige lograr una síntesis entre ambos: una síntesis entre un proyecto y una libertad. Educar es amamantar y nutrir una vida para su integridad y plenitud en los términos y en las condiciones que establece una libertad para elegirla y vivirla. Educar es favorecer esa síntesis en nuestros hijos, no sólo en su inteligencia y en su conducta, sino fundamentalmente en su corazón. No sólo por entrenamiento o modelización, sino por elección personal.

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