miércoles, 2 de noviembre de 2011

Palabras de Walter Bonillo en la presentación en Pergamino

Estamos hoy presentando un libro que nos habla a nosotros los adultos, seamos padres o docentes. Nos habla a nosotros de la importancia que tenemos para nuestros jóvenes, y de cuánto nuestros jóvenes esperan de nosotros, quizá sin saberlo claramente. Los jóvenes, aunque no parezca, esperan de nosotros y somos importantes para ellos, especialmente en temas como el de la sexualidad.
La sexualidad ha dejado de ser tema tabú para convertirse en la diva de los discursos. Se nos habla permanentemente de ella, y gracias a ella parece venderse todo: zapatos, pantalones, autos, celulares, bebidas, etc. Pero no es mi objetivo tratar sobre lo que habla el libro. El libro se basta a sí mismo para ello.  Quisiera hacerme cargo de una propuesta que nos deja el libro. Una propuesta que es un desafío y una exigencia: nuestra presencia como adultos acompañando a nuestros jóvenes en su crecimiento.
La primera expresión que quisiera reflexionar con ustedes es la de presencia. Mucho hablamos hoy de las cosas que les ocurren a nuestros jóvenes. Estas cosas, decimos, no les pasaban antes. Es cierto que han variado unos cuantos objetos, sin embargo nos pasaban las mismas cosas: deseos, conflictos, violencias, vicios y heroísmos. Si algo ha variado no es en el mundo de los jóvenes dónde hay que buscar. Nuestros adolescentes adolecen, pero ese no es el problema; el adolescente siempre adoleció. Creo que hay que hurgar en el mundo de los adultos: en la retracción del mundo de los adultos respecto del mundo de nuestros jóvenes. Hemos dejado de ocupar el lugar de adultos en la sociedad. No hay adultos. Todos queremos ser jóvenes.
Se ha dado paulatinamente una pérdida de presencia de los adultos en la vida pública. Incluso hasta la hemos programado, justificándola desde distintas propuestas psicológicas y sociopolíticas aparentemente más saludables. Terminamos creyendo que nuestra presencia los daña, los lastima. De tanto cuidarlos de nosotros desaparecimos y ya no hubo marcas, no hubo escollos, no hubo para ellos pequeñas frustraciones. Sin embargo los hemos condenado a la frustración definitiva de mañana.
De pronto nuestros adolescentes no encontraron adultos con los cuales medirse, de los cuales aprender de sus frustraciones, de sus caídas, de sus errores y de su esfuerzo y coraje para levantarse. De pronto ya no hay historia humana. No hay pasado de experiencia ni futuro deseado. La ausencia de adultos convierte a la adolescencia en frontera, no hay más que esto en la experiencia humana. De pronto no hay futuro, sólo tiempo que perder. Deja de haber horizontes, y en la misma medida deja de haber humanidad. Sólo hay presente. Hay momento. Hay animalidad. La felicidad se vuelve alegría, la plenitud se llama éxito, el gozo no pasa del placer, la sexualidad se reduce a genitalidad. No hay proyecto, hay encantamiento.
Por qué los jóvenes de pronto no encontraron adultos. Puede ser que estemos ocultos: como sus amigos, vistiendo sus mismas ropas, hablando su mismo lenguaje. O puede ser más grave, que no haya adultos. Ser adulto no es tener tal o cual edad. Tiene más bien que ver con el lugar que ocupan los otros en la construcción de mi yo. Ser adulto es haber descubierto que no estoy para mí, sino para otros. Que mi existencia debe ir transformándose en pro-existencia. Que es la época de entregarme. Sin dejar de ser hijo, es el tiempo de ser padre. Es haber descubierto que el secreto y el horizonte del hombre es la donación de sí mismo para transmitir y compartir humanidad. Una donación de alguien que no lo sabe todo, que no todo lo puede. Una donación de un ser vulnerable, limitado y en camino, pero que intenta hacerse cargo de los que lo necesitan. Por todo eso el adulto puede escuchar, puede acompañar y crecer junto a…
Crecer juntos en humanidad es la plenitud y el horizonte propiamente humanos. Eso es ser padre, es ser docente, es ser adulto. Por eso estamos llamado no ha cambiar sino a crecer. Las cosas cambian, los humanos crecemos o simplemente el tiempo transcurre por nosotros enloqueciéndonos. La pregunta no es qué debo cambiar para ayudar a mis hijos. El desafío es crecer. Si hay que hacer una pregunta es hacia dónde debo dirigir la mirada: hacia ellos y hacia sus necesidades. Es su tiempo de recibir, es mi tiempo para dar. Es nuestro tiempo para compartir.
De allí la ley de paternidad: Seamos nosotros lo que queremos que sean nuestros hijos: adultos, personas capaces de donarse a los demás, y que son capaces de escucharlos, acompañarlos, hablar de sus cosas, compartir sus vidas, estar presentes. Y en esto Germán nos ayuda en un tema que no es menor en el crecimiento de nuestros hijos. Porque de la sexualidad parece que se habla mucho pero de lo esencial no se conversa. Lo que se olvida es que la sexualidad es esencial al hombre, tan esencial que por su intermedio nos donamos a otros, por su intermedio recibimos la donación de otros y por su intermedio transmitimos y compartimos la humanidad. Nuestros hijos son nuestro amor, nuestra donación, nuestra humanidad.
Con algo tan esencial, con algo que hace a la plenitud humana de nuestros jóvenes, no se debe jugar. De esto se debe hablar con seriedad, y con quien los quiere de verdad. A esto nos convida este libro. Para ayudarnos en esto ha sido escrito. Agradezco a Germán el hecho de haberlo escrito. Le agradezco el esfuerzo de haber conservado la profundidad y la claridad. También le agradezco que me haya hecho parte en el proceso de su escritura, en la generosidad de solicitarme el prólogo y de invitarme a esta presentación.

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